jueves, 4 de diciembre de 2025

EXPOSICIÓN: MUSEO DEL PRADO. JUAN MUÑOZ. RELATO DE UN VISITANTE

 Entre los que callan


Entré al
Museo del Prado con la sensación de que algo estaba a punto de ocurrir. Ya en el exterior ves a esos ¿seres? ¿personas? que miran y se rien o se rien y miran a los visitantes, los esperan bajo la lluvia, el frío, el sol, el día, la noche... 

No sé si era el rumor de la exposición, o quizá esa ligera electricidad en el aire que precede a los encuentros importantes. Pero mientras subía las escaleras del edificio de los Jerónimos, tuve la clara intuición de que no iba solo.

La muestra de Juan Muñoz,(hasta el 8 del 3 de 2026) con más de un centenar largo de obras —esculturas, dibujos, instalaciones que parecen escenas arrancadas de un sueño inquieto— no se anunciaba con estridencia. Al contrario: se dejaba presentir. Como si la puerta que cruzaba no diera paso solo a una exposición, sino a un umbral.

Y entonces, allí estaban ellos.



No sé cuántas veces me ha pasado con Muñoz, pero nunca deja de sorprenderme esa sensación inmediata y casi física de presencia. Sus figuras no son simples esculturas: son habitantes. Incluso las que parecen más estáticas, más frágiles, más discretas… viven. Respiran. Observan. O desvían la mirada justo cuando tú intentas sostener la tuya.

La exposición —comisariada con ese tacto casi teatral que permite que las obras respiren y dialoguen— estaba organizada como un recorrido, sí, pero yo la viví como un encuentro tras otro. En cada sala me esperaba alguien. Esa es la palabra: alguien. No algo.



Uno de los primeros que vi estaba sentado, inclinado hacia un punto del suelo que no logré descifrar. Me acerqué despacio, como quien no quiere interrumpir una conversación que no oye. Sentí un nudo en la garganta. Ese cuerpo inmóvil parecía tener más historia dentro que muchas personas que he conocido. Y ahí estaba yo, intentando no hacer ruido, como si su concentración fuera tan frágil que un paso mal dado pudiera romperla.

Al avanzar, las figuras se multiplicaron. Algunas reían entre ellas —o eso parecía— con esas bocas que no abren, con esos ojos que no miran pero ven. Otras esperaban. Otras estaban atrapadas en balcones, en suelos que se ondulan, en espacios que la lógica niega pero la emoción reconoce como reales. Y yo… yo me sentía observado por seres que vivían en otro plano, uno en el que la soledad se convierte en arquitectura.



En uno de los pasillos del Prado, cerca de una pintura barroca cuyo dramatismo conocía de memoria, me crucé con una figura que parecía recién llegada de ese cuadro, como si hubiese decidido escaparse y ocupar su propio volumen. Fue entonces cuando sentí algo muy profundo: la certeza de que Muñoz no dialoga con el arte clásico por teoría, sino por parentesco. Sus criaturas podrían habitar cualquier siglo, cualquier escenario.

En ese instante tuve un pensamiento extraño y hermoso:
“Los que están aquí no son esculturas. Somos nosotros que somos los visitantes.”



Seguí avanzando. A veces me detenía frente a una obra, y era como si el tiempo se abriera ligeramente, dejando entrar algo que no sabría cómo nombrar. Otras veces era yo quien pasaba desapercibido: ellos hablaban entre sí sin necesitar mi presencia. De algún modo, yo no estaba viendo una exposición: me estaba asomando a una vida ajena.

Cuando salí de la última sala, sentí un vacío raro, como quien se despide de personas con las que ha compartido un silencio muy intenso. Un silencio cargado, lleno, casi cómplice.

Y mientras bajaba las escaleras del Prado, pensé en algo que no había sentido nunca tan claramente:
las obras de Juan Muñoz no representan seres humanos —los encarnan.



Por eso nos miran sin ojos. Por eso nos inquietan sin moverse. Por eso hablan sin sonido.
Porque ya están vivos.
Y tú, al verlos, solo descubres que llevaban mucho tiempo esperando. Esperándonos...




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