Entre los que callan
No sé si era el rumor
de la exposición, o quizá esa ligera electricidad en el aire que precede a los
encuentros importantes. Pero mientras subía las escaleras del edificio de los
Jerónimos, tuve la clara intuición de que no iba solo.
La muestra de Juan Muñoz,(hasta el 8 del 3 de 2026) con más
de un centenar largo de obras —esculturas, dibujos, instalaciones que parecen
escenas arrancadas de un sueño inquieto— no se anunciaba con estridencia. Al
contrario: se dejaba presentir. Como si la puerta que cruzaba no diera paso
solo a una exposición, sino a un umbral.
Y entonces,
allí estaban ellos.
No sé
cuántas veces me ha pasado con Muñoz, pero nunca deja de sorprenderme esa
sensación inmediata y casi física de presencia. Sus figuras no son
simples esculturas: son habitantes. Incluso las que parecen más estáticas, más
frágiles, más discretas… viven. Respiran. Observan. O desvían la mirada justo
cuando tú intentas sostener la tuya.
La
exposición —comisariada con ese tacto casi teatral que permite que las obras
respiren y dialoguen— estaba organizada como un recorrido, sí, pero yo la viví
como un encuentro tras otro. En cada sala me esperaba alguien. Esa es la
palabra: alguien. No algo.
Uno de los
primeros que vi estaba sentado, inclinado hacia un punto del suelo que no logré
descifrar. Me acerqué despacio, como quien no quiere interrumpir una
conversación que no oye. Sentí un nudo en la garganta. Ese cuerpo inmóvil
parecía tener más historia dentro que muchas personas que he conocido. Y ahí
estaba yo, intentando no hacer ruido, como si su concentración fuera tan frágil
que un paso mal dado pudiera romperla.
Al avanzar,
las figuras se multiplicaron. Algunas reían entre ellas —o eso parecía— con
esas bocas que no abren, con esos ojos que no miran pero ven. Otras esperaban.
Otras estaban atrapadas en balcones, en suelos que se ondulan, en espacios que
la lógica niega pero la emoción reconoce como reales. Y yo… yo me sentía
observado por seres que vivían en otro plano, uno en el que la soledad se
convierte en arquitectura.
En uno de
los pasillos del Prado, cerca de una pintura barroca cuyo dramatismo conocía de
memoria, me crucé con una figura que parecía recién llegada de ese cuadro, como
si hubiese decidido escaparse y ocupar su propio volumen. Fue entonces cuando
sentí algo muy profundo: la certeza de que Muñoz no dialoga con el arte clásico
por teoría, sino por parentesco. Sus criaturas podrían habitar cualquier siglo,
cualquier escenario.
En ese
instante tuve un pensamiento extraño y hermoso:
“Los que están aquí no son esculturas. Somos nosotros que somos los
visitantes.”
Seguí
avanzando. A veces me detenía frente a una obra, y era como si el tiempo se
abriera ligeramente, dejando entrar algo que no sabría cómo nombrar. Otras
veces era yo quien pasaba desapercibido: ellos hablaban entre sí sin necesitar
mi presencia. De algún modo, yo no estaba viendo una exposición: me estaba
asomando a una vida ajena.
Cuando salí
de la última sala, sentí un vacío raro, como quien se despide de personas con
las que ha compartido un silencio muy intenso. Un silencio cargado, lleno, casi
cómplice.
Y mientras
bajaba las escaleras del Prado, pensé en algo que no había sentido nunca tan
claramente:
las obras de Juan Muñoz no representan seres humanos —los encarnan.
Por eso nos
miran sin ojos. Por eso nos inquietan sin moverse. Por eso hablan sin sonido.
Porque ya están vivos.
Y tú, al verlos, solo descubres que llevaban mucho tiempo esperando. Esperándonos...







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